24 de abril de 2008

Conversaciones al amor del Cola-cao (III)

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18 de abril de 2008

Testigos.

Hoy se cumplen 65 años del levantamiento del Ghetto de Varsovia. El último superviviente de aquellos sublevados, Marek Edelman, es ya un octogenario. Pronto no quedará ningún testigo de la insurrección...


He leído el libro del que todos, para bien o para mal, hablan. “El niño con el pijama de rayas”, de John Boyne. Mientras lo leía, sentía que algo me disgustaba, pero no sabía bien qué: ¿el tono excesivamente ingenuo? ¿la exigencia al lector de una credulidad exagerada? Llegué al final y experimenté la obligada emoción. Y decidí que era un libro con innegables virtudes que me gustaba más que me desagradaba, pero que era y “parecía” ficción. Sí, está basado en uno de los episodios más incomprensibles y dolorosos en los que la humanidad ha tomado parte y sí, sus protagonistas son niños viviendo unos hechos terribles, atrozmente inhumanos, todo lo cual debería golpearte directamente en la boca del estómago. Pero su estructura de cuento en el que finalmente opera una justicia que obliga al verdugo a beber su dosis de amargura (muy beneficiosa sin duda para acercar el tema a los más jóvenes) viste también al relato de cierta irrealidad.
Me parecen tristemente fundamentados los temores de Primo Levi respecto a la “incredulidad” que experimentarían las gentes al escuchar en el futuro la historia del Holocausto, cuando todos los testigos estuviesen ya muertos, y que le impulsó a repetir sus vivencias con obstinada constancia, a través de libros y conferencias, en las que muchas veces su auditorio ponía en duda su testimonio, dedicándole miradas escépticas tras las cuales se sacudía una razón contraria a creer que hombres capaces de despojar a otros hombres de todo lo que les hace tales fuesen sus contemporáneos. Es fácil aceptar la crueldad de, por ejemplo, los romanos. Pero es difícil admitir la de nuestro vecino porque es la nuestra propia. Nos espanta.
De Primo Levi, testigo de excepción, analista lúcido y mesurado, defensor a ultranza de la condición de “hombre”, dejo aquí la historia de otro niño, inexistente antes de leer este texto, inolvidable después.

“(...) mi atención, y la de mis vecinos de cama, pocas veces podía eludir la presencia obsesiva, la mortal fuerza de afirmación del que entre nosotros era el más pequeño e inerme, del más inocente: de un niño, Hurbinek.
Hurbinek no era nadie, un hijo de la muerte, un hijo de Auschwitz. Parecía tener unos tres años, nadie sabía nada de él, no sabía hablar y no tenía nombre: aquel curioso nombre de Hurbinek se lo habíamos dado nosotros, puede que hubiera sido una de las mujeres que había interpretado con aquellas sílabas alguno de los sonidos inarticulados que el pequeño emitía de vez en cuando. Estaba paralítico de medio cuerpo y tenía las piernas atrofiadas, delgadas como hilos; pero los ojos, perdidos en la cara triangular y hundida, asaeteaban atrozmente a los vivos, llenos de preguntas, de afirmaciones, del deseo de desencadenarse, de romper la tumba de su mutismo. La palabra que le faltaba y que nadie se había preocupado de enseñarle, la necesidad de la palabra, apremiaba desde su mirada con una urgencia explosiva: era una mirada salvaje y humana a la vez, una mirada madura que nos juzgaba y que ninguno de nosotros se atrevía a afrontar, tan cargada estaba de fuerza y de dolor.
Ninguno, excepto Henek: era mi vecino de cama, un muchacho húngaro robusto y florido, de quince años. Henek se pasaba junto a la cuna de Hurbinek la mitad del día. Era maternal más que paternal: es bastante probable que, si aquella convivencia precaria que teníamos hubiese durado más de un mes, Henek hubiese enseñado a hablar a Hurbinek; seguro que mejor que las muchachas polacas, demasiado tiernas y demasiado vanas, que lo mareaban con caricias y besos pero que rehuían su intimidad.
Henek, tranquilo y testarudo, se sentaba junto a la pequeña esfinge, inmune al triste poder que emanaba; le llevaba de comer, le arreglaba las mantas, lo limpiaba con hábiles manos que no sentían repugnancia; y le hablaba, naturalmente en húngaro, con voz lenta y paciente. Una semana más tarde, Henek anunció con seriedad, pero sin sombra de presunción, que Hurbinek “había dicho una palabra”. ¿Qué palabra? No lo sabía, una palabra difícil, que no era húngara: algo parecido a “mass-klo”, “mastiklo”. En la noche aguzamos el oído: era verdad, desde el rincón de Hurbinek nos llegaba de vez en cuando un sonido, una palabra. No siempre era exactamente igual, en realidad, pero era una palabra articulada con toda seguridad; o, mejor dicho, palabras articuladas ligeramente diferentes entre sí, variaciones experimentales en torno a un tema, a una raíz, tal vez a un nombre.
Hurbinek siguió con sus experimentos obstinados mientras tuvo vida. En los días siguientes todos los escuchamos en silencio, ansiosos por comprenderlo, entre nosotros había gente que hablaba todas las lenguas de Europa: pero la palabra de Hurbinek se quedó en el secreto. No, no era un mensaje, no era una revelación: puede que fuese su nombre, si alguna vez le había tocado uno en suerte; puede (según nuestras hipótesis) que quisiese decir “comer” o “pan”; o tal vez “carne” en bohemio, como sostenía con buenos argumentos uno de nosotros que conocía esa lengua.
Hurbinek, que tenía tres años y probablemente había nacido en Auschwitz, y nunca había visto un árbol; Hurbinek, que había luchado como un hombre, hasta el último suspiro, por conquistar su entrada en el mundo de los hombres, del cual un poder bestial lo había exiliado; Hurbinek, el sinnombre, cuyo minúsculo antebrazo había sido firmado con el tatuaje de Auschwitz; Hurbinek murió en los primeros días de marzo de 1945, libre pero no redimido.
Nada queda de él: el único testimonio de su existencia son estas palabras mías.”

Primo Levi. "La tregua". (Trilogía de Auschwitz, junto a "Si esto es un hombre" y "Los hundidos y los salvados" Ed. El Aleph.)

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11 de abril de 2008

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Un boceto de personaje un poco antiguo, para un proyecto que lleva años rondando mi cabeza...

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